lunes, 28 de marzo de 2016

CALLE REYES CATÓLICOS. JUNIO, 1928





Adherida a la cartulina oscura de un álbum familiar, numerada pero sin la leyenda a que remite la cifra escrita a mano al pie de esta foto, hemos encontrado esta pequeñísima pieza que nos saca con todo el exceso de su luz y movimiento el transcurrir de un día de fiesta por el adoquinado y aceras de Reyes Católicos, ambos muy concurridos por el paso de caballistas, carruajes y peatones que envuelven, hasta desplazarlo de su papel principal, al desconocido y quedo joven que se plantó por algún motivo en este lugar y hora, telón viviente y semoviente de la ciudad en una de sus jornadas de Corpus. Mientras el instante que detiene la marcha de las caballerías abrillanta las grupas y chispea el hierro de sus herraduras, en lo más alto y extendido entre las esquinas enfrentadas de la calle Príncipe y la plaza del Carmen, puede leerse con meridiana claridad el anuncio de los tradicionales conciertos sinfónicos en el palacio de Carlos V. Ese año de 1928 fue la Orquesta Filarmónica de Madrid la que con un repertorio entre clásico y moderno, Vivaldi, Beethoven con Wagner, Borodin y Ravel, había tomado el relevo a otras orquestas, como la Sinfónica de la misma ciudad, que, desde 1906, había distinguido en los anales de esta agrupación a la ciudad de la Alhambra como el primer destino de sus giras por provincias, entonces llamadas excursiones, que principiaban en fechas estivales en la recoleta Granada y la elegante San Sebastián. La recepción fue entusiasta como antes lo fuera la de otros grupos sinfónicos que la antecedieron en el último tercio del siglo XIX cuando, por ejemplo, en 1887 los cofundadores del Centro Artístico y Literario hicieron de muñidores para la celebración del primer concierto a la luz de bombos de gas en el patio del Carlos V. A penas pasados veinte años desde su creación, la primera entidad orquestal de nuestro país, la Sociedad de Conciertos de Madrid, integrada exclusivamente por músicos y con el propósito deliberado de difundir la música clásica y moderna, sienta uno de sus reales en los que quedaron, a orilla de los patios nazaríes, inconclusos y aguardando el tren luminoso de una corte que, a la postre, se ha hecho real y efectiva en la que arrastra el esplendor sonoro de un aquilatadísimo conjunto orquestal, nacional o foráneo. Aunque, como decían las madres más conformistas a su prole en edad de merecer y no lograr, el buen paño en el arca se vende, no pensaron lo mismo los conocedores y promotores de estos conciertos, antecesores necesarios de nuestros Festivales, que desplegaron esta sencilla pancarta justo en el lugar donde se levantaron arcos de triunfo para festejar la visita del soberano o el paso de la custodia del Corpus. Sin que pueda acusar la elección de este lugar la intención más ennoblecedora que nos recuerdan los arcos que hemos visto en otras fotografías de la misma calle, no nos parece exagerado considerarlo como el testimonio de una época triunfal para la cultura en nuestro país y especialmente en Granada. No todas las efemérides que celebremos en nuestra ciudad van a depender del nombre de un rey, de un emperador o de uno de sus capitanes, por mucho honor que se haga a su figura o a reparar los agravios de la ignorancia, cuando la cultura también ha tenido un lugar tan preeminente y florecido en fechas recientes precisamente cuando aquellos esplendores muy apagados de la nuestra historia política no eran más que flor mortecina de estufa. Las socorridas y baratas sillas de enea en el palacio de Carlos V, con las que se tropezaban en una mañana como ésta los visitantes del monumento, asiento del público asistente a estos conciertos, parecen encarnar en aquel escenario cargado de grandeza, majestad, proporción y armonía, como lo califica don Emilio García Gómez, la versión más humana y popular de aquella edad de plata que llegaron a ver pocas generaciones antes de la nuestra. Gráficamente las vemos a luz de la prosa del mismo García Gómez “unas mirándose, conservando el perímetro de los corros; amontonadas o derribadas, otras. Sobre una se abría un abanico abandonado. En el suelo se veían programas pisoteados, unos flecos de mantón de Manila, una perlita artificial desprendida de una pechera bisoña. La noche anterior debía de haberse celebrado allí un concierto o una verbena”. Casi igual, por encima de este tráfago cotidiano ajeno a las glorias de la cultura que remata entre los edificios las letras fluctuantes del modesto anuncio escrito, la vida continuaba su curso inmersa de lleno en la luz cegadora de aquel sol de junio.

DÍDIMO FERRER



JORNADAS DE NOVELA HISTÓRICA DE GRANADA

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