martes, 28 de febrero de 2017

LA BATALLA DE CERIÑOLA

Un artículo de Alejandro Ronda, licenciado en Geografía y autor de “El falso caballero”.

En el marco de la Segunda Guerra de Nápoles entre Francia y la Monarquía Hispánica, Luis de Armagnac, duque de Nemours, había arrinconado a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, en la ciudad costera de Barletta, al sur de Italia.
Corría el año 1502 y los españoles estaban en clara inferioridad numérica, por lo que, mientras esperaban refuerzos, se dedicaban a realizar correrías, escaramuzas y duelos individuales entre sus caballeros y los de los franceses. Una sucesión de pequeñas victorias españolas permitió la llegada de 600 jinetes y 2.000 infantes gallegos y asturianos y, posteriormente, 2.000 lansquenetes, mercenarios alemanes, enviados por Maximiliano I, incrementando la fuerza española pero creando una situación casi insostenible en la ciudad debido a la escasez de provisiones. El 26 de abril de 1503 el consejo de guerra decidió salir a campo abierto en busca de un enfrentamiento directo con los franceses, algo con lo que Gonzalo tenía sus reticencias, ya que aún estaba en inferioridad numérica con el ejército del duque de Nemours. Finalmente, el Gran Capitán resolvió trasladarse al cercano pueblo de Ceriñola, situado en una colina y por tanto de fácil defensa, pero en la que había una guarnición francesa.

El traslado se hizo al día siguiente bajo el abrasador sol de Apulia, lo que provocó el rápido cansancio de la infantería, sobre todo la alemana, y el consecuente retraso en la marcha. Entretanto, las noticias de la temeraria acción llegaron a Canosa, a medio camino entre Barletta y Ceriñola, donde acampaban los franceses, y Nemours ordenó salirles al paso. Para acelerar la marcha, Gonzalo dictaminó que cada caballero llevara consigo a un infante en su caballo, algo que contravenía el honor de estos, pero que el Gran Capitán solventó dando ejemplo él mismo. 

Aquella decisiva acción dio tiempo para mejorar la defensa que ofrecía la colina de Ceriñola, repleta de viñedos, con la construcción de un foso y un muro y la colocación de numerosas estacas justo antes de la llegada del gran ejército francés.

En la tarde del 27 de abril de 1503 ambos ejércitos se dispusieron para la batalla.

En la vanguardia francesa formaban 800 hombres de armas, al mando del duque de Nemours. Tras ellos iban 3.500 piqueros suizos mercenarios, al mando de Chadieu, seguidos inmediatamente por unos3.000 o 3.500 infantes franceses, gascones principalmente. Finalmente,detrás de todos y orientada hacia el flanco izquierdo, estaba la caballería ligera, unos 1.100 hombres al mando de Yves d’Alègre. Esta disposición en grandes bloques, con un claro protagonismo de la carga frontal de caballería y gran número de mercenarios, indicaba una táctica aún anclada en la Edad Media, que sin embargo contrastaba con el gran número de artillería, 26 piezas colocadas delante de la infantería, y su calidad, la más avanzada de Europa. En total unos 8.500 o 9.000 hombres.

Por su parte, Gonzalo colocó a sus arcabuceros, con los que contaban en gran número para la época, en dos grupos de 500 hombres en primera línea y protegidos por el foso. Tras ellos, en el centro, los 2.000 lansquenetes; y flanqueando a estos dos grupos de infantería española de algo menos de 2.000 hombres cada uno. En las alas se dispuso a sendos grupos de 500 jinetes ligeros cada uno y sobre la colina a las 13 piezas de artillería junto a los algo más de 600 hombres de armas capitaneados por el propio Gonzalo, lugar desde el que podía visualizar la totalidad de la batalla que estaba a punto de desatarse. Alrededor de 6.500 hombres en total, con lo que la inferioridad numérica era patente, sobre todo en caballería pesada, el arma que había definido la guerra europea hasta aquel entonces.

Sin demasiados preámbulos dio comienzo la batalla con la brutal carga de los hombres de armas franceses,lanzas en ristre,que,sin embargo,se vieron frenados bruscamente por las descargas de artillería y arcabuces españolas y por las defensas de estacas que se habían preparado a tal efecto. Tras muchas bajas, los franceses lograron reagruparse y trataron de ganar el flanco derecho, intentando encontrar una brecha por la que cargar, hasta que nuevamente, ahora de forma definitiva, fueron repelidos por los arcabuceros. 

En aquel instante los carros de pólvora españoles estallaron sin que el motivo haya quedado del todo claro, pero dejando inutilizada a la artillería para el resto de la batalla.

Tras el desastroso ataque de la caballería, Chandieu ordenó avanzar a sus suizos y al resto de la infantería, que no sin sufrimiento lograron poner en peligro a la vanguardia española. Es entonces cuando Gonzalo manda replegar a los arcabuceros al tiempo que cargaron los lansquenetes, frenando en seco a los afamados suizos, que fueron inesperadamente rodeados por los hombres de armas bajo el mando de Gonzalo. Las líneas suizas fueron colapsadas y la moral de todo el ejército se derrumbó, comenzando una huida sin orden hacia el campamento. El Gran Capitán ordenó entonces a todas sus tropas salir de las posiciones defensivas y cargar contra el enemigo, quedando los españoles dueños del campo de batalla.

3.700 franceses cayeron aquella tarde, incluidos el duque de Nemours, Chandieu y gran cantidad de caballeros, y 800 fueron hechos prisioneros, y hubieran sido muchos más si la noche no hubiera estado tan cercana. A estos hay que sumar los 300 hombres de la guarnición francesa del castillo de Ceriñola que se rindieron al día siguiente. Por su parte, las bajas del ejército español fueron escasas, apenas unas 100. Una victoria aplastante y sin paliativos. 

Más allá de las inmediatas consecuencias de la batalla, como fue el repliegue francés y la toma de la iniciativa de la guerra por parte de los españoles, Ceriñola marca el inicio de una nueva era en el arte de la guerra. El Gran Capitán dio definitivamente el papel principal a la infantería (hecho que perduraría hasta la Primera Guerra Mundial), mejorando su maniobrabilidad creando las coronelías (antecesoras de los tercios) y aumentando el número de armas de fuego. Además resucitó la importancia de la elección de un campo de batalla adecuado, la preparación del mismo y eliminó la concepción del ataque de choque, cambiándolo por una táctica de defensa-ataque, más acorde con las nuevas armas. La caballería pasaría ahora a tareas de reconocimiento, hostigamiento y persecución, para lo cual se equipó mejorando su velocidad y maniobrabilidad. 

La guerra había cambiado definitivamente de Era y la corona española se situaba a la cabeza de la misma de la mano de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.





domingo, 12 de febrero de 2017

LA CONSTRUCCIÓN DE SANTA SOFÍA

Un artículo de Blas Malo Poyatos.

¡Niká! ¡Niká! ¡Victoria!

Con este grito Constantinopla despertó sumida en la violencia. Una violenta turba recorre las calles de la capital del imperio bizantino. Los alborotadores apoyan a las facciones de cuadrigas que dominan la ciudad, con barrios enteros, familias y gremios divididos entre los Verdes y los Azules, y contra el emperador. 

Todo se descontrola cuando ambas facciones llegan a las manos. Miles de alborotadores se adueñan de las calles, saqueando y quemando todo lo que encuentran a su paso. Tras tan solo cinco años de reinado, Justiniano, el nuevo soberano del imperio romano de Oriente, se enfrenta a un serio desafío que amenaza su derecho al trono. Es una rebelión del pueblo que, resentido por los altos impuestos para pagar sus sueños de grandeza, quiere derrocarlo. Es enero del año 532.
Sus generales Belisario y Narsés reprimieron la revuelta violentamente. Volvió una tensa calma. 

Los disturbios y el fuego destruyeron la antigua catedral. Y ello dio una gran oportunidad al ambicioso emperador, ansioso de dejar su impronta en la ciudad para toda la eternidad. Renovatio imperii. La Restauración del Imperio. Occidente estaba perdido en manos de los bárbaros. Roma aún lloraba sangre por su relevancia perdida. La ambición de Justiniano iba más allá de la capital bizantina. Deseó reavivar la gloria de la antigua Roma, extendiendo Bizancio por todo el Mar Mediterráneo. Desde Constantinopla reorganizó y rearmó al ejército. Reconstruyó carreteras, fortalezas y ciudades. Y edificó decenas de iglesias a lo largo de su imperio.

Su nueva catedral debía ser la más espléndida y magnífica, y debía construirse con rapidez: deseaba consagrarla en vida y él ya tenía 50 años. 

Así, en febrero de 532 comenzaron las labores de desescombro y limpieza del solar, tan solo un mes después de su destrucción. ¿El motivo? Justiniano necesitaba un gran gesto público para restaurar la confianza en su reinado. Quería evitar que su pueblo se rebelara de nuevo. Y una gran obra de construcción, igual hoy que entonces, es una excelente forma de mantener ocupadas miles de manos paradas. 

Recurrió a dos hombres, dos eruditos de la Ciencia de la Mecánica, para erigir su sueño: Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto. Ninguno era arquitecto pero estaban convencidos de poseer las aptitudes necesarias para la tarea. Tras explicarles sus propósitos, las palabras de Justiniano fueron dos órdenes claras, precisas e inquietantes:

—Uno, haced que éste sea el edificio más espectacular del mundo; y dos, hacedlo rápido.Y les dio cinco años para hacerlo. Nada más.

La planta del diseño de la catedral de Santa Sofía es sencilla. Tenían la idea, crearían un gigantesco espacio central cuadrado de 31x31 m, delimitado por cuatro grandes pilares que sustentarían toda la estructura. Este espacio estaría flanqueado por pasillos y galerías laterales, y coronado por una espléndida cúpula. Construirla llevó a la ingeniería romana a superar sus límites.

Para la enorme cúpula, de 31 m diámetro y 56 m de altura, se necesitaban materiales ligeros, o sería demasiado pesada para que la estructura la soportara. Para el Panteón de Agripa, en Roma, se usó puzolana, un cemento natural ligero creado con cenizas volcánicas que se hallan en Italia y que son mezcladas con cal viva y agua. Pero no hay tales cenizas en Oriente. Había que buscar un sustituto para hacer una estructura ligera y resistente. Constantinopla es, además, zona sísmica.

Además, debían ubicar la cúpula circular sobre la base cuadrada del espacio delimitado por pilares. Un círculo apoyado sobre un cuadrado. La solución fue apoyarla sobre la parte central de 4 enormes arcos de 31 m levantados sobre pilares. Pero esos cuatro puntos de apoyo no eran suficientes. Para incrementar la base de apoyo, entre arco y arco, como gajos de naranja, se diseñaron pechinas triangulares cóncavas que redirigían el peso de la cúpula hacia los pilares, evitando además la tendencia de los arcos a abrirse por el efecto del peso de la cúpula.

Para cumplir el sueño de Justiniano de construir la mayor cúpula jamás vista, esos cuatro arcos serían formidables. Pero los enormes esfuerzos en la base de los arcos tenderían a abrirlos, peligrando la estructura. 

La solución fue añadir dos semicúpulas adicionales en cada extremo de la nave, que se proyectan desde los arcos de apoyo desde la cúpula, aumentando la luz de la nave hasta los 140 metros sin aumentar la separación entre pilares. 

Aún debían encontrar un sustituto de la puzolana. Antemio e Isidoro lo encontraron en Rodas. Desde allí llevaron todos los ladrillos para su edificio. El secreto es la composición química de su arcilla y su cocción. Los ladrillos de Rodas, cocidos a menos de 800 °C en vez de 1400 °C que es lo habitual, tenían muchos más poros, eran ladrillos tan ligeros como la piedra pómez. De hecho, flotarían si se lanzaran al agua. La argamasa para colocarlos, además, contendría mucho ladrillo machacado y las llagas serían muy anchas, tanto o más que el ancho del ladrillo. Al fraguar, la adherencia sería así muy fuerte.

Pero todavía debían aligerar aún más la estructura. Dentro de la catedral hay pasillos y galerías, y la distribución de las arcadas no es casual. Muchas corresponden a los aligeramientos en los cuatro enormes contrafuertes tras los cuatro pilares, aligerados por medio de arcos. Estos canalizan los empujes de la cúpula al suelo, absorbiendo el peso de la parte superior. Pero cometieron un error. Los aligeramientos debilitaron los contrafuertes.

Para construir Santa Sofía, se emplearon dos equipos de 5.000 trabajadores, compitiendo entre sí, cada uno dirigido por 50 patrones. Cada patrón tenía 100 obreros a su cargo. Un ejército de servidores ordenaba los acopios, dirigían los carros desde los puertos de la ciudad a la zona en obras y cocían cal para preparar la argamasa. Los hornos funcionaban noche y día.


La Renovatio imperii, con ejércitos triunfantes en Persia, África, Italia e Hispania, era una empresa onerosa, y el tesoro imperial no era infinito. Había que ahorrar. Como no daba tiempo a tallar las enormes columnas que pedía Justiniano para adornar el interior de su catedral y era un proceso muy caro, se expoliaron y se llevaron columnas de otras construcciones de todo el imperio, y eso influyó en el diseño interior. Reutilizando columnas expoliadas y rediseñando los pasillos y galerías redujeron la carga de trabajo en un 20%, ahorrando tiempo y dinero. Con cada paso, los dos ingenieros intentaron soluciones para ahorrar costes y reducir tiempo. Pero cuando llegaron al nivel de la cúpula, los errores asomaron.

Comenzaron a trabajar en la cúpula en el 535, el tercer año de la construcción. Para subir al nivel de la cúpula levantaron una cimbra enorme de madera para los arcos y la cúpula sobre la que colocar ladrillos y argamasa. Nunca se había construido algo así. El peso de los arcos a medida que se elevaban empezó a afectar a los pilares. Se agrietaron peligrosamente, amenazando con una gran catástrofe. La solución fue realizar arcos de refuerzo en los aligeramientos de los contrafuertes. No fue suficiente. Siguieron agrietándose. Entonces, a regañadientes, añadieron altura a los contrafuertes, macizándolos, para dar mayor peso y estabilidad. Tampoco fue suficiente: las columnas de las arcadas interiores comenzaron a inclinarse por los empujes hacia el exterior. La solución desesperada fue añadir proyecciones de esos contrafuertes internos, añadiendo más contrafuertes hacia el exterior de la estructura, para garantizar la estabilidad, pero el daño ya estaba hecho. La base sobre la que se apoyaría la cúpula ya no sería cuadrada.

Sería cúpula elíptica. Pero ya no podían darle tanta altura. Decidieron que apoyaría sobre un cilindro previo, que a su vez, con ventanales, daría luz al interior del recinto. Pero la distribución de esfuerzos ya no era uniforme. Habían pasado 4 años de obra, el emperador estaba impaciente y visitaba la obra con frecuencia, exasperado. Antemio muere en el año 534. Isidoro de Mileto se queda solo al cargo de toda la obra y reduce la profundidad de la cúpula al mínimo, para disminuir al máximo los pesos.

La decoración actual de Santa Sofía es magnífica, pero en época de Justiniano todo fue más austero, el dinero se agotaba, en vez de mosaicos laboriosos y caros se colocaron simples cruces sobre un fondo dorado. Cuanto más simple fuera la decoración, antes se terminaría y Justiniano no quería esperar más. Los ritmos de la obra se apresuraron, sin importar los accidentes, sin importar las excusas. El emperador quería resultados, no palabras.

El 27 de diciembre de 537 se inauguró la catedral, con una magnífica procesión. Justiniano admiró la cúpula y dijo palabras para la eternidad.

—Gloria a Dios por permitirme completar esta obra. Salomón, te he superado.

Pero en el mismo día de su inauguración, Justiniano fue testigo preocupado de la precaria naturaleza de su monumento, levantado en sólo 5 años. Caía polvo desde los arcos y las galerías crujían. El peso del edificio era tal, que estaba provocando que se descascarillase la parte superior de las columnas de mármol.

El día 14 de diciembre 557 un potente terremoto sacudió Constantinopla y provocó graves grietas en la cúpula. Para acceder y repararlas se construyeron cuatro grandes escaleras de caracol en el borde exterior de los pilares. En mitad del proceso, el 7 de mayo de 558, parte de la cúpula se derrumbó sobre el santuario. Justiniano, de 75 años, aún enérgico y ambicioso, ordenó su inmediata reconstrucción. La tarea recayó en Isidoro el Joven, sobrino de Isidoro de Mileto, ya muerto. Todos los recursos del imperio se pusieron a su disposición.

El joven Isidoro examinó el problema y dedujo acertadamente que el cilindro sobre el que apoyaba la cúpula era el responsable de un desequilibrio de fuerzas, acentuado por el terremoto. Lo eliminó y aumentó la convexidad de la cúpula, apoyándola directamente sobre el centro de los arcos y sobre las pechinas. Acertó. Quizás, sin embargo, la mejor decisión de Isidoro el Joven fuera tomarse su tiempo: tardó 4 años en construir la nueva cúpula, más de 2/3 del tiempo de sus predecesores en construir toda la catedral. No asumió ningún riesgo: el andamiaje de la cúpula no se retiró hasta un año después de su terminación, permitiendo que la argamasa fraguase de forma conveniente. Con todo, Justiniano pudo asistir en el 562, con 79 años, a la segunda consagración del edificio. 

La cúpula ha resistido más de 1400 años. La construcción es, además, a prueba de terremotos. Para permitir que el material se agrietara y disipara tensiones, se añadieron numerosas ventanas en los muros, se colocaron amortiguadores en las columnas (formados por placas de plomo en capiteles y bases de columnas), y al emplear argamasa con arena sin sal de río y cal viva, se formaba silicato de calcio, con capacidad para cerrar grietas a largo plazo, es decir, actuaba como un cemento sismoresistente.


En 1453, los otomanos tomaron la ciudad y la renombraron como Estambul. Añadieron cuatro minaretes al Santo edificio y recrecieron sus contrafuertes, dando forma a su estado actual, como mezquita.

Con Santa Sofía, Justiniano logró su mayor triunfo: hacerse inmortal.



Para saber más:


Felip, Salvador, (2010) El sueño de Justiniano, Madrid, España. Ediciones B






(Artículo por Blas Malo Poyatos, publicado en la revista AZVI INFORMA nº11, Diciembre 2016)




domingo, 5 de febrero de 2017

UNA HISTORIA ROMANA

Un artículo de Carlos Martínez Carrasco, profesor de Historia Medieval de la Universidad de Granada y del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas.

Hay pocas ciudades cargadas de tanta Historia, que rezumen acontecimientos y personajes en cada esquina y al mismo tiempo representen un símbolo de lo que somos como sociedad. Ese carácter sólo lo tienen dos de ellas. Una es Atenas, la otra, Roma. Y caería en el tópico si reiterara el carácter fundamental de lo que ambas representan para el mundo occidental, para nosotros. La Roma de los Césares o la Roma de los Papas durante el Renacimiento, ha ocupado un lugar privilegiado en la memoria colectiva. Es el esplendor de los grandes edificios públicos, de las suntuosas iglesias y los palacios. La ciudad de Roma se convierte en escenario de aventuras, de intrigas palaciegas de Borgias, Julios II, Claudios y Mesalinas, Trajanos y Escipiones, incluso en lugar de acogida para el granadino León el Africano.

Son dos períodos, la Antigüedad y el Renacimiento, que aparecen siempre desconectados, dejando entremedias un vacío. Como si durante mil años, la Historia hubiera hecho un alto en el camino, bordeando la ciudad de Roma. Como si el medievo no existiera. Salvo algunos hitos, como los enfrentamientos entre el Imperio y el Papado o los cismas, la Urbe desaparece engullida por el marasmo de acontecimientos que agitan el Occidente europeo; un mapa fragmentado cuyas piezas se hallan enfrentadas entre sí, peleando por una herencia muy diluida. Una época oscura en la que hay lugar para un Synodus Horrenda, el Sínodo del Terror, presidido por el cadáver de un papa al que sus enemigos sacaron de su tumba para juzgarlo y deponerlo. Se trataba del primer acto de la Edad de Hierro del Papado, un período oscuro para el que apenas sí se han conservado fuentes, en el que la ciudad experimentó los efectos de las luchas sin cuartel entre la nobleza feudal. Cada bandería trataba de elevar al solio pontificio a su propio candidato, que duraba lo que duraba la hegemonía militar y política de sus protectores.

Inestabilidad. Anarquía. Violencia. Nada distinto de lo que estaba pasando en otros lugares de la Pars Occidentalis durante la Edad Media. Y sin embargo, ese mismo clima, en un entorno tan dividido y con el legado histórico y cultural que atesoraba, convertían a Italia en general y a Roma en particular en un microcosmos específico. En las ciudades-Estado, el patriciado urbano que las gobernaba o luchaba contra la aristocracia por hacerlo, necesitaba de nuevos modelos de organización política. Resucitar la idea de la Roma republicana era la única escapatoria posible frente a la arbitrariedad feudal y la costumbre cambiante. Fue toda una revolución la que se puso en marcha, cuestionando el orden establecido que representa la escolástica tomista y el aristotelismo, con avances y retrocesos en el proceso. Un movimiento que se pone en marcha justo antes de que se desate la gran crisis, la Peste Negra.

Pero poner en entredicho los pilares fundamentales sobre los que se asentaba la sociedad feudal no haría sino sacar a la luz profundas desigualdades. Al pueblo llano, a los popolani, el pasado romano también les brindaba la oportunidad de ver mejorada su situación. Hombres que habían leído los clásicos, muchos de ellos autodidactas, se vieron en la necesidad de pasar a la acción y entrar en el terreno de la política. Roma iba a ver de nuevo cómo se elegía a un tribuno de la plebe en la figura de Cola de Rienzo, aclamado por el pueblo el día Pentecostés de 1347. Era la única respuesta posible al vacío de poder existente desde que a comienzos de la centuria los Papas fijaran su residencia en Aviñón y la ciudad quedara –una vez más– librada a las ambiciones de las grandes familias aristocráticas, los Colonna y los Orsini. Pero no pensemos que se trató de un golpe de mano de los estratos más bajos. A pesar de sus orígenes humildes, de los que no renegaba, Cola había logrado hacerse notario después de casarse con la hija de uno de ellos, y su régimen estuvo apoyado en un primer momento por la gentilezza romana, formada por la mediana y baja nobleza y los comerciantes. Los unía más el odio a la gran aristocracia terrateniente que las simpatías por el pueblo llano.

La vuelta al pasado pretende simbolizar una purificación, el remedio definitivo contra los males de la sociedad. El mito de una Edad de Oro idílica está presente en todas las etapas de la Historia y muy pocas veces ha sido contestado. Una de las pocas voces que se levantó contra esa utopía fue femenina, la de Cristina de Pizán que prefiere el orden social al orden natural, presentando el progreso como algo positivo. Ella mejor que nadie, por su condición de mujer culta, sabía de los errores de abandonarse a un pasado idealizado. Con Cola de Rienzo resucitaba en la Baja Edad Media el rigorismo republicano de Catón el Viejo y las ansias reformistas de los Gracos, mezclados con el mesianismo igualitario de los franciscanos de tendencia espiritual, bendecido por el apoyo de su amigo Petrarca. Este fenómeno al mismo tiempo político y social que alumbró Roma, es fruto de su época pero también algo novedoso por todo lo que implicó, ya que suponía mezclar las esperanzas escatológicas propias del cristianismo con el orden romano. Como si el ideario de la República culminara con el advenimiento del Reino de Dios. Una extraña amalgama de ritos paganos y cristianos como la que se vio en su coronación, que levantó ampollas tanto entre algunos de sus partidarios como entre sus enemigos.

Pero lo que para muchos no era sino una burda pantomima, en realidad demostraba un conocimiento por parte de De Rienzo de toda una serie de códigos simbólicos. Su séptuple coronación con siete coronas de diversos materiales venía a significar un elemento diferente. Sin embargo, tales referencias no eran entendidas por quien era su principal destinatario: el pueblo llano e iletrado, al que comenzaba a hartar la jerga empleada por Cola, plagada de referencias ininteligibles para ellos, a pesar de sus dotes de demagogo, de conductor del pueblo. A todos les pasó desapercibido el simbolismo que tenía hacer del Capitolio el centro de su «gobierno popular», más allá de asistir con regocijo a las humillaciones de la aristocracia terrateniente que tenían lugar en ese escenario. Sólo Cola de Rienzo recordaba cómo la plebe romana, en su lucha por alcanzar derechos políticos contra los patricios, se habían retirado al Aventino. La ocupación del Capitolio por parte de los popolari del siglo xiv pretendía poner de relieve la vuelta del pueblo llano al gobierno de la ciudad.

El sueño de la utopía produce monstruos y aunque los modelos que pretendió imitar Cola en su gobierno fueron Catón y los Gracos, no pudo evitar acabar siendo como el impredecible Publio Clodio, también tribuno de la plebe. Una revuelta en apariencia popular aunque auspiciada por sus enemigos, los Colonna y los Orsini, acabaría derribándolo con la aquiescencia de un pueblo que se había visto defraudado en sus expectativas. Cola de Rienzo no moriría aún, pero su sueño de restaurar la República como el Paraíso en la Tierra quedaría como uno de tantos experimentos sociales que habrá a lo largo de la Historia por volver a un estado de primitiva igualdad: una bonita causa perdida por la que luchar antes de que se corrompa.






JORNADAS DE NOVELA HISTÓRICA DE GRANADA

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