Todos los escritores, al finalizar una novela, deseamos ser el centro de atención. Anhelamos las opiniones rápidas de los lectores y la reseña positiva de los críticos que impulsen nuestra obra a ser leída por todos. Pero esto no siempre sucede. ¿Alguien se ha preguntado qué siente el novelista al finalizar su obra? ¿Cómo definiría su trabajo una vez publicado?
Este cuestionario pretende transmitir la visión del escritor. Le preguntaremos sobre su novela y le daremos la oportunidad de promocionarla y hacerse autocrítica. En definitiva, será su manera de convencernos para que leamos su novela.
HOY NOS PRESENTA SU OBRA… Juan Granados
1) Este cuestionario lo leerán muchas personas, algunas no te conocerán. Preséntate a tus nuevos lectores.
“We write books, don’t we? What else can you expect from people like us?” (Paul Auster, Oracle Night)
Juan Antonio Granados Loureda (A Coruña 1961) se licenció en historia moderna en la Universidad Compostelana en 1984, ampliando luego estudios de doctorado en Madrid y obteniendo la especialidad en historia económica en el Istituto Internazionale Francesco Datini de Prato (Florencia). Su labor investigadora se ha centrado en el estudio de los intendentes españoles del siglo XVIII y últimamente en su relación con el desarrollo de la construcción naval en ese período, fruto de ello han sido un buen número de artículos y colaboraciones que han visto la luz a lo largo de estos años.
Paralelamente es catedrático de historia e Inspector de educación. Trabajo que compatibiliza con una constante tarea publicística que desenvuelve en diferentes frentes, tanto con la publicación de críticas artísticas y artículos de carácter profesional, como en sus frecuentes colaboraciones en obras individuales y colectivas de índole histórica, donde podemos destacar los libros Historia de Ferrol (1998), Historia Contemporánea de España o Historia de Galicia (1999).
Colaboró desde 2002 a 2009 con artículos de opinión en el suplemento dominical del diario “El Correo Gallego”, publicados en su columna: “El barril de amontillado”. Iniciando en 2010 una nueva columna semanal, por nombre “Entre brumas”, en la sección de Galicia del diario ABC.
Desde que en 2003 publica en la editorial EDHASA la novela histórica Sartine y el caballero del punto fijo, centra sus miras en la literatura. En 2006, ha publicado en la misma editorial El Gran Capitán, su segunda novela. En 2010 ha publicado, nuevamente en Edhasa, Sartine y la guerra de los guaraníes, segunda parte de las aventuras de Nicolás Sartine y la versión en pocket de “El Gran Capitán”, además de una “Breve historia de los Borbones españoles” para la editorial Nowtilus. En 2013 ha publicado, también con Nowtilus, “Breve Historia de Napoleón” .Y con la editorial Punto de vista, también en 2013, el ebook: “España, el Antiguo Régimen y el siglo XIX”. En 2014 ha publicado con la editorial Espacio Cultura Editores el libro de narrativa breve “Entre Brumas”.
Es miembro del consejo de redacción y autor en la web Anatomía de la Historia y desde julio de 2011 es director de la Revista Galega do Ensino (EDUGA).
2) ¿Cómo se llama tu nueva novela?
La última novela histórica que he publicado es “Sartine y la guerra de los guaraníes” EDHASA, 2010. Aunque después han venido ensayos de difusión histórica y recientemente “Entre Brumas” mi primera incursión en la narrativa contemporánea.
3) Dinos, lo más resumido que puedas, cuál es el tema central de tu novela, en qué tiempo se desarrolla y qué has querido transmitir con ella.
“Sartine y la guerra de los guaraníes” es la segunda parte de las aventuras de Nicolás Sartine, un comisario de Fernando VI de carácter variable, enviado en esta ocasión a averiguar qué ocurría en realidad en la opaca teocracia jesuítica de las reducciones del Paraguay.
4) ¿Se ha publicado en papel o en digital? Dinos con qué editoriales y no dudes en poner su página web para que podamos conocerlas.
Trabajo fundamentalmente la narrativa histórica con EDHASA, los ensayos de divulgación con Nowtilus y, recientemente la narrativa con Espacio Cultura Editores.
5) Los autores nos encariñamos con nuestros personajes. Háblanos de ellos y dinos cuál es tu preferido.
Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, es el personaje que mas visibilidad me ha aportado, pero Nicolás Sartine siempre será mi preferido, porque es humano, imperfecto y sentimental.
6) Las ideas surgen como chispas, a veces nos vienen cuando menos nos lo esperamos. ¿De dónde partió la idea de escribir esta historia?
En mi caso de mi oficio de historiador, digamos, formal. Mis investigaciones sobre intendentes del rey y arsenales me condujeron a pergueñar mi primera novela histórica: “Sartine y el caballero del punto fijo”, EDHASA, 2003.
7) La novela histórica es un trabajo muy arduo. ¿Cuánto tiempo te llevó documentarte y recopilar todos los datos suficientes para desarrollarla?
En el caso de Sartine y la guerra de los guaraníes en torno a un año de documentación previa y otro de mera redacción.
8) ¿Qué fue lo más anecdótico que te encontraste en esta documentación?
Tal vez la posible vinculación de la teocracia jesuítica con el templo de Salomón y la teoría de la “Traslatio Imperii”.
9) ¿Por qué crees que esta novela merece ser leída?
Lo que ha de hacer una novela histórica es fundamentalmente entretener, pero además ha de aportar una base documental rigurosa y de amplio recorrido. He tratado con los Sartines que ambos aspectos cobraran sentido.
10) Déjanos abrir boca. ¿Nos permites leer un trocito de ella?
Naturalmente, ahí os dejo el arranque:
Capítulo I
Traslatio Imperii
“Este pueblo llegó desde la India a la Ciudad del Sol, huyendo de las inhumanidades de los magos, de los piratas y de los tiranos que desolaban aquel país y decidieron vivir en común con arreglo a principios filosóficos. Aunque en su país de origen no está establecida la comunidad de mujeres, ellos la adoptaron por ajustarse a la norma fundamental de que todo debía ser común y que solamente la autoridad de los magistrados debía regular su justa distribución. Las ciencias, las dignidades y los placeres son de tal manera comunes que nadie puede apropiarse cosa alguna.
Ellos dicen que la propiedad en cualquiera de sus formas nace y se fomenta por el hecho de que cada uno posee a título exclusivo casa, hijos y mujeres. De aquí surge el amor propio, pues cada cual aspira a enriquecer a sus hijos, encumbrarlos a los más altos puestos y convertirlos en herederos de cuantiosos bienes. Para conseguirlo, los poderosos y los descendientes de noble linaje defraudan al erario público; los débiles, los pobres y los de origen humilde se tornan avaros, intrigantes e hipócritas. Por el contrario, una vez que ha desaparecido el amor propio, subsiste solamente el amor a la colectividad...”
Tommaso Campanella, La ciudad del Sol.
En la Colonia del Sacramento, a orillas del Río de la Plata, diciembre de 1750
“Vuestra paternidad no tiene por qué saberlo —dijo Nicolás Sartine esbozando lo que podría considerarse una media sonrisa—, pero llevo cinco años muerto, o al menos semimuerto, como viudo o como quien ha perdido los anteojos de leer. Procuro que no se me note y lo hago muy bien, sólo de vez en cuando derramo un cierto hastío que únicamente los más cercanos son capaces de percibir, aunque ignoran por completo la causa de mi disgusto. El resto del tiempo represento muy bien el papel de vivo, excelentemente diría yo, produciendo con orden y a plena satisfacción, atendiendo a unos y a otros, celosamente aplicado a mis afanes sin cuento; incluso se dice que poseo un carácter afable y despreocupado, claro que de eso se trata.
Y ahora, si me dispensáis, debo mantener cierta atención a los movimientos de ese fulano que tanto os inquieta, una cosa es que la vida haya cambiado y otra muy distinta es querer regalársela al primer calvatrueno que se le ponga a uno por delante”.[1]
Sin detenerse a contemplar el efecto de sus palabras en el ánimo de su inquieto acompañante, Nicolás Sartine acarició levemente las cachas de su pistola-revólver, hacía poco que la había depositado cuidadosamente sobre sus rodillas, oculta bajo la mesa más grasienta y llena de miseria que había contemplado en su vida; y había visto muchas, desde los tablones malparidos y peor clavados de los tugurios de Portobello, atestados de lamparones indelebles y pegajosos de ron y melaza, hasta los mostradores napolitanos, una vez nobles mármoles romanos, cuya pátina indescriptible que desprendía el ácido olor de la podredumbre nadie se había ocupado de bruñir en siglos.
Necesitaba saber que su vieja amiga seguía ahí, mientras se ocupaba de atender a demasiados asuntos a la vez. Bajo su pulida peluca blanca de doble bucle sobre las orejas, el padre jesuita Tadeus Nusdoffer, austriaco de origen, aparentaba un mayor sosiego tras haber escuchado el extraño, aunque tranquilizador, parlamento del intendente. De hecho ahora parecía empeñado en entretenerle la espera con su discurso interminable sobre las causas por las cuales los soldados de la Compañía gustaban de mantener a sus guaraníes en una dulce minoría de edad, salvaguarda, en su opinión, de la salud de sus almas. Mientras aparentaba prestarle cierta atención, los sentidos del intendente trabajaban a destajo, por el momento, la mayor de sus preocupaciones venía de una docena larga de individuos de catadura imposible que se apoyaban indolentemente sobre el mostrador de la pulpería en la que se hallaban. Durante todo el viaje a bordo de la Galga, el padre Nusdoffer le había advertido sobre lo peligrosos que aquellos bandeirantes o mamelucos brasileños podían llegar a ser. Vivían casi en exclusividad del tráfico de esclavos, daba igual si se trataba de negros traídos de África o de indios de cierta ilustración y habilidad para la agricultura y la música capturados en las reducciones del Paraguay. Entre eso y el contrabando ejercido a uno y otro lado del Río de la Plata, a aquellos estrafalarios les iba bien y estaban dispuestos a que la cosa siguiese así.
Los mamelucos habían irrumpido en la Colonia del Sacramento casi a la vez que el grupo del intendente del rey de España y todos habían ido a parar al mismo lúgubre establecimiento de venta de vino y comercio en general donde ahora se hallaban. Esta vez, la partida de bandeirantes acudía a los límites australes de las colonias portuguesas para hacerse cargo de un nuevo cargamento de esclavos africanos que habían arribado, más muertos que vivos, alojados en las sentinas de la dama de Delft, una goleta negrera propiedad de un holandés de origen valón que atendía al nombre más bien paradójico de René el caritativo. Ahora el triste cargamento de la dama de Delft, casi un centenar de guineanos, aguardaba engrilletado a las puertas de la pulpería “O bom tesouro” a que a sus nuevos amos les diese por rematar su extraña colación a base de carne de puerco asada y envuelta en tortas de maíz, que regaban con yerba mate y ron a conveniencia.
Y ahora los mamelucos les estaban mirando mal, Nicolás Sartine y su bizarra compaña no casaban con el paisaje. En primer lugar, aquellos tipos de largas cabelleras recogidas en coleta por un lazo, ostensiblemente armados, vistiendo sólo camisa, pantalón de campo y altas botas de caña, no parecían formar parte de la parroquia habitual del “bom tesouro”, ni siquiera aparentaban dedicarse a oficio conocido ni al trato mercantil. Además, no se habían sentado juntos al llegar. El que parecía ser el capitán de los paulistas, había reparado en que el individuo alto y fuerte que parecía su jefe había elegido colocarse junto a un atildado cura que le acompañaba en la última mesa del establecimiento, contra la pared y dominando con la vista la entrada y toda la oscura habitación. Por su parte, tres de sus acompañantes habían ocupado el lugar diametralmente opuesto, junto al ventanal. Otro había elegido un lugar dominante, al fondo del mostrador, donde solían despacharse los géneros coloniales, fundamentalmente tabaco, mate, azúcar y aguardientes traídos del Brasil. Por último, una especie de gigantón que no cesaba de rezongar para sí, se había mantenido de pie, apoyado desmañadamente en el quicio de la entrada, ocupado en trazar leves círculos con la punta de su bota sobre el suelo cubierto de serrín. Todos juntos debían aparentar a ojos de los mamelucos lo que realmente eran, una general fuente de problemas.
Pero Nicolás Sartine no pensaba únicamente en aquellos fulanos de aspecto mestizo, vestidos con bombachos por debajo de la rodilla y armados con estoques, pistolas, escopetas y unos palos largos, con filo y aspecto terrible, que les decían macanas. No, fiel a su costumbre, se ocupaba también de su procesión interior.
Primero estaba aquella yerba mate, el secreto de la prosperidad de las reducciones de los jesuitas. La infusión no era tan espantosa como había querido suponer, pero desde luego no era café, en el “bom tesouro” no había café y todo parecía indicar que le resultaría difícil obtenerlo, aquel rincón remoto del mundo parecía estar ocupado enteramente por fanáticos bebedores de mate, no había que hacerle. Pensó que, no obstante, no saldría de aquel pozo de contrabandistas sin conseguir antes una buena cantidad del grano negro, no estaba dispuesto a penetrar en el país de la lluvia sin la compañía de su balsámica bebida. Sabía que en tanto no la obtuviera, no hallaría ninguna serenidad en sí, era una de las escasas certezas sobre su persona que todavía conservaba. Dirigió su vista hacia el recipiente de cuero que acogía la infusión, en realidad, según le habían contado, fabricado con el fruto del porongo recubierto de testículo de toro curtido, nada menos. Tomó de nuevo y con la misma prevención la bombilla que servía para sorber la tisana, dio un prolongado trago para apurarla y con un leve estremecimiento trató de volver a prestar atención al parlamento del jesuita Tadeus Nusdoffer:
—Son pues estas salvajes criaturas seres amorales ausentes de toda civilizada urbanidad, ved que hasta ofrecen sus propias esposas, que pueden ser muchas, al viajero que los visita— “Bueno, podremos con ello” se dijo divertido Sartine, aunque le regaló a su interlocutor el gesto de desaprobación que éste parecía esperar. La reflexión del cura que le había asignado su patrón el Marqués de la Ensenada como asistente en su nueva misión, le condujo a la fugaz contemplación de las canillas de la manceba que atendía grácilmente las mesas llenas de roña de la pulpería.
Hacía tiempo que venía observando a aquella mujer, no era ya desde luego una chiquilla, pero en opinión del intendente, el tiempo la había tratado con clemencia. Hacía mucho que no contemplaba tan gloriosas piernas, deliciosamente torneadas hasta los leves tobillos y los talones sonrosados que ingresaban en un par de zuecos, sospechosamente parecidos a los que solían usar las holandesas de las que se hacía acompañar el negrero que llamaban René el caritativo. Dejó correr la vista desde los tobillos al talle, de ahí a lo largo de su espalda firme y derecha, hasta llegar a los cabellos trigueños graciosamente recogidos en torno a la nuca. Se estremeció de placer con aquella visión, casi podía sentir el tacto de aquella piel sonrosada y amable. Cierta incomodidad en la entrepierna le recordó que las cosas del servicio le habían tenido apartado demasiado tiempo de la compañía femenina, ahora, bien depositado en tierra firma, estaba más que dispuesto a remediar sus soledades, comenzando por aquella misma noche si podía ser. Mientras el ignaciano persistía en su ardiente defensa de la teocracia jesuítica, Nicolás Sartine se entretuvo en urdir un plan de conquista y eso comenzaba por solicitar muy gentilmente a la resplandeciente mesonera un nuevo mate repleto de aquella maldita yerba amarga, sabía que si continuaba bebiendo aquel brebaje se pasaría la noche orinando, pero deseaba mirarla fijamente a los ojos, por ver que pasaba. Levantó enérgicamente el brazo para llamar su atención, estaba bien seguro de que la mesonera le había visto, así como de que pretendía ignorarle al menos durante un rato, era evidente, “bien” —se dijo— “a mayor porfía, mayor diversión”. …/...
[1] Vid. Del mismo autor Sartine y el caballero del punto fijo. Edhasa 2003.