Por Miguel Ruiz de Almodóvar
Por entonces vivía yo en Granada, en un ático dúplex del barrio del Realejo donde tenía mi despacho y domicilio de recién casado. Carecíamos por decisión propia de televisor y demás distracciones, y por ende disponíamos de un hermoso caudal de tiempo libre. Además no teníamos todavía hijos, aunque si dos hermosos gatos que nos dejaron su huella indeleble por todo el ajuar doméstico de la casa. Era el año de 1.985, cuando decidí engrosar con suma emoción en las filas del siempre histórico Centro Artístico, ya por entonces agonizante que se debatía entre la vida y la muerte, gracias al ímpetu y los dineros de su presidente José Alonso Gómez y las energías y buen hacer de Juan de Loxa y Eulalia Dolores de la Higuera, sin olvidarme del secretario general Rafael Martín y el vocal Braulio Tamayo, todos ellos miembros junto al que suscribe, de aquella Junta Directiva.
Desde el primer momento advertí la imposibilidad de reanimar una sociedad anquilosada, que los últimos años había sido un bingo y menos aún hacerlo con savia moderna, cuando los socios eran más de casino provinciano que de centro cultural. Pero eso no impidió que se intentase, organizándose numerosas actos culturales, al mismo tiempo que nos devanábamos los sesos por evitar la sangría económica que lo asfixiaba. Así la celebración del centenario del Centro Artístico, como las de varios actos entusiastas de poesía, exposiciones o conferencias, hicieron creer en el sueño, pero la ruina económica que se le vino encima fue la puntilla de muerte: primero fueron los embargos y procedimientos de Magistratura, para después concluir en un convenio salvador con el Ayuntamiento de Granada que implicaba la cesión de sus locales, excepto unas cuantas habitaciones y la pérdida de su biblioteca y magnífica colección de arte que hoy se encuentra desperdigada por oficinas y dependencias municipales, así como su mobiliario entre los que destacaba su famoso piano de cola, o aquel otro donde tocara García Lorca. Yo aunque joven e inexperto, intervine en algunas de las gestiones, si bien la voz cantante y casi exclusiva la llevaría siempre el presidente, desquiciado por salvar y recuperar su patrimonio, bastante mermado por el mucho dinero propio adelantado. Pero como dice el refrán de todo se sale, y así transcurrido desde entonces casi 30 años, vuelvo a asomarme a las salas del Centro Artístico, entusiasmado y sorprendido con este nuevo resurgir cultural que va ganando adeptos y calando nuevamente en la sociedad granadina. Todo esto coincide también, con mi decidido empeño en dar a conocer mis trabajos de investigación acerca de su historia, y con ello ayudar a reconstruir dentro de lo posible -de forma amena y ordenada- todo ese gran edificio de más de 125 años de edad, al que podemos considerar sin género de dudas como una de la instituciones culturales más importantes de Granada. Y para ello nada mejor que empezar por sus cimientos, refiriéndonos siempre a esa primera etapa o etapa fundacional, quizás la más auténtica, brillante y gloriosa de todas, que abarca el periodo que va de 1.885 a 1.898, y que tuvo su gestación durante el año anterior, gracias al impulso y habilidades del director de la revista La Alhambra, Francisco de P. Valladar, verdadero padre de la criatura.
No fue por tanto un proyecto coyuntural, espontáneo o propio del momento –léase en ayuda y socorro de los damnificados por los terremotos- sino algo largamente sentido, amasado y elaborado desde hacía tiempo, y que tenía dos claros antecedentes: uno la sociedad de acuarelistas creada por Mariano Fortuny en 1.871, cuya estela y magisterio supondría una aire fresco para los jóvenes pintores de Granada y otro, el anhelo de contar con una exposición permanente de pinturas, donde los artistas pudieran vender libremente sus obras, idea ésta propuesta sin éxito en febrero de 1.874 por Ginés Noguera, como presidente de la sección de Artes del Liceo. Con esos dos antecedentes que a su vez representaban dos de los objetivos principales del llamado “Proyecto artístico” (taller para el estudio nocturno de modelo en vivo a la acuarela y sala de exposiciones permanente ) y al que se sumaba la de un lugar donde reunirse y cambiar impresiones, la revista La Alhambra, haría un llamamiento el 30 de diciembre de 1.884, a todos los pintores, escultores, arquitectos, periodistas y aficionados al arte en general, con el siguiente preámbulo: “Nos vamos a ocupar de un asunto de grandísimo interés para Granada y sobre todo de importancia para nuestros artistas”, convocándolos para el domingo 18 de enero, a las 7´30 de la noche en los salones del Liceo, sito en el ex convento de Santo Domingo. Reunión que repetirían en días sucesivos con nuevas incorporaciones, una vez superado ese tinte gremial inicial de sociedad de artistas, para convertirse en proyecto de interés común para todos los amantes de la prosperidad de Granada, al modo de un círculo de bellas artes, y que con el nombre del Centro Artístico, fue finalmente constituido y aprobado los estatutos con fecha de 1 de febrero de 1885, y cuyo primer artículo decía “Se constituye en Granada una sociedad con el titulo de Centro Artístico que tendrá por objeto el estudio y fomento de las Bellas Artes, por cualquiera de los medios que estén a su alcance y crea convenientes”. Y para llevarlo a cabo, todos los socios se pusieron manos a la obra, a fin de acondicionar el local alquilado en el primer piso a la derecha del nº20 de Plaza Nueva, antigua casa de Gavarre, -hoy edificio de los juzgados- justo enfrente de la Audiencia. Se subía al mismo –según relatan las crónicas- por amplia escalera, encontrándose con un breve corredor por donde nos llegaba al gabinete de lectura y de éste por estrecha puerta al salón de estudio o taller de pintura, donde en un rincón se elevaba un estrado, donde se colocaba el modelo recibiendo la luz de un poderoso reflector, y a su alrededor y en semicírculo los jóvenes alumnos guarnecidos de quinqué y atril, dispuestos y preparados para transcribir al papel las formas del modelo escogido. Inmediatamente a éste se encontraba el de exposiciones, que era el más amplio de todos, y el salón de tertulia, o corazón del centro, decorado al estilo pompeyano de cuyo techo pendía una elegante lámpara de cuatro luces o araña, que estaba amueblado con muelles divanes, ligeros veladores y sillas de cuero, que invitaban sin remedio al reposo y a la conversación, bajo los olores y sabores aromáticos de un buen cigarro puro o café.
Con todo ese magnífico escenario, y por todo lo alto fue finalmente celebrada sesión inaugural el 12 de abril de 1.885, a la que asistió numerosísima y escogida concurrencia, organizada en el salón de exposiciones, rodeados de obras de artes de los socios, y presidiendo todas ellas el busto del inolvidable Fortuny, colocado sobre elegante pedestal, “cubierto a medias por laureles y negros crespones”, enfrente del cual se instaló la mesa presidencial, procediéndose tras la lectura de la memoria presentada por Agustín Caro Riaño, -explicatoria de todos los pasos dados hasta llegar a esa primera junta general-, a la elección de la junta directiva, con el siguiente resultado: Presidente, Vicente Arteaga; Vice-presidente, Manuel Gómez Moreno González; Vocales: Valentín Barrecheguren, José Chacón Sanchez y Rafael Branchat; Secretario, Agustín Caro Riaño; Vice-secretario, Miguel Vico; Tesorero, Jacinto Rodríguez. Personalidades todas ellas de gran relieve social, de entre las que destacaría por encima de todas, el infatigable Valentín Barrecheguren y Santaló, médico, artista, orador e industrial, hombre de ingenio, de carácter jovial y alegre donde los haya, que fallecido prematuramente en 1.893, fue siempre considerado como el alma o espíritu del Centro. No es de extrañar por tanto que la naciente sociedad destacara desde su inicio, por su buena armonía, fraternidad y compañerismo, y en donde una juventud sana y curiosa echaba a volar en el mundo del arte de la mano de los mejores maestros posible, todo un cóctel cultural difícil hoy de encontrar, que desde el primer momento se ganó el apoyo y simpatías de todo el mundo, empezando por sus socios fundadores, obligados estatutariamente a realizar un donativo importante en pro de los intereses del Centro, siguiendo de la Real Academia de San Fernando o del Ministerio de Fomento y Dirección General de Instrucción, con donaciones de libros, instrumental y obras de arte y por supuesto la imprescindible ayuda económica del Ayuntamiento y la Diputación, sin las cuales hubiera sido imposible arrancar. Todo ello sin olvidarnos de la prensa quien sería su más firme valedor, y cuyas impresiones siempre fueron de elogio, ayuda y reconocimiento… “se respira tal ambiente de inteligente gusto en su elegante modestia, que desde luego se adivina la mansión de los artistas. Desterrados todo juego de azar por la explícita condenación de sus estatutos y la expresa voluntad de todos sus socios, el Centro Artístico es una sociedad consagrada al arte, que al nacer tan felizmente para cumplir sus nobles propósitos, merece el aplauso general, el apoyo de las personas honradas, y bien de la patria, que saluda su presencia como una garantía de su progreso y un testimonio de su civilización”.