FRANCISCO GIL CRAVIOTTO
Soy un
escritor que, salvo el teatro y el guión de cine, he cultivado, con mayor o
menor fortuna, todos los géneros y subgéneros que emanan de la prosa: novela,
relato, biografía, ensayo, crítica, -literaria y de arte-, periodismo,
conferencia, traducción… En todo momento he procurado huir de la
grandilocuencia, la parrafada, el tópico y, como diría Machado, he intentando
mantenerme “au-dessus de la melée”, sin pertenecer a ningún grupo, escuela o
tendencia literaria. Si tuviera que encasillarme, me incluiría entre los
marginados.
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Es muy
difícil responder a esta pregunta. Seguramente cuando estaba en el internado
de frailes, suponiendo que aquello se pudiese considerar el inicio de mi
obra. Yo suelo decir que, todo lo que escribí antes de mi etapa parisina,
pertenece a mi prehistoria literaria y no merece la pena recordarlo ni
conservarlo.
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Mis comienzos
literarios fueron muy duros. Yo pertenecía a una familia de la pequeña
burguesía rural en la que tener un hijo escritor casi se consideraba una
desgracia. “Mira cómo terminó Federico”, era una frase muy corriente y
aterradora en la Granada de entonces. Cuando mi padre se lamentaba ante sus
amigos de su desdicha, éstos lo consolaban diciéndole: “Peor es que te
hubiera salido maricón”. Yo era a la vez estudiante de Derecho –en teoría-,
colaborador fijo del diario “Patria” y “Hoja del Lunes” de Granada, agente de
publicidad de ambas publicaciones y colaborador esporádico de varias revistas.
Aún así logré sacar los dos primeros cursos de Derecho y parte del tercero.
Cansado de soportar aquella Granada hipócrita y levítica, en la que no ir a
misa y leer a Voltaire se consideraba poco menos que un crimen, me marché a
Francia. Allí permanecí treinta y
cinco años. Cuando regresé, España era una democracia –al menos de fachada-,
y yo tenía el pelo gris.
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Esta
pregunta, en mi caso, tiene dos respuestas: si sólo considero como producción
literaria mi obra creadora, la respuesta es un no rotundo; si, con un
criterio más amplio, incluimos la traducción, la respuesta es sí.
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El Quijote. Lo teníamos como libro de lectura en la escuela
rural de mi pueblo. Un Quijote abreviado, en el que habían suprimido toda
escena escabrosa, pero con un lenguaje del siglo XVII que ningún chico
comprendía, ni el maestro se molestaba en explicar. Si alguien me hubiese
dicho que “duelos y quebrantos” era simplemente un guiso, me habría llevado
las manos a la cabeza.
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En efecto la inspiración es esquiva. Por si fuera poco, nos
suele visitar en los momentos más inoportunos. Para conseguir sus favores el
sistema que yo utilizo es el paseo. Apago el ordenador, tomo bolígrafo y cuadernillo
de apuntes y me voy por zonas solitarias o el campo. Así consigo a veces
solucionar un capítulo o incluso dos. El problema en estos casos es que, si
se cruza alguien conmigo, no lo veo, -tampoco veo los charcos ni las cacas de
perro-, lo cual ya me ha producido más de una sorpresa desagradable y alguna
enemistad.
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Yo siento
un cariño especial por las dos novelas del díptico “Los Papeles de Juan
Español”, recientemente publicado en la editorial Transbooks, en la que
también han publicado otros escritores amigos míos, como Fernando de Villena,
Carolina Molina, Alberto Granados y Enrique Morón. El primer libro del
díptico comprende la infancia del protagonista, mi alter ego, Juan Español, y
el segundo la adolescencia. El escenario del primer libro es un pueblo de la
España rural en los años más duros de la dictadura y el del segundo un
internado de frailes. También, justo es reconocerlo, siento cierta
predilección por “La boda de Camacho” –un fuerte alegato contra la violencia
de hogar- y “El Oratorio de las Lágrimas”, una historia de amor en el verano
de 1945 entre dos adolescentes: ella republicana y él franquista.
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A Carmen,
la protagonista de “El Oratorio de las Lágrimas”. Me parece que en el cine
daría un personaje extraordinario. Guapa, inteligente y con una habilidad
extraordinaria para salir victoriosa en todas sus aventuras. Pero dudo mucho
que a los gerifaltes de la tele y el cine se les ocurra llevar a la pantalla
la novela de un escritor que vive al margen de los circuitos políticos y comerciales.
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No. Las
editoriales son grandes empresas comerciales a las que sólo interesan las
ventas. La mayoría de ellas hacen honor al famoso dicho de Lope de Vega:
“Puesto que lo paga el vulgo, justo es hablarle en necio para darle gusto”.
Si un escritor llega con una gran novela y una tonadillera con una
recopilación de sus aventuras de alcoba, podemos estar seguros que al
escritor le darán con la puerta en las narices y la tonadillera verá su libro
publicado.
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Es difícil.
El hecho de permanecer horas y horas sentado frente al ordenador, sin que
esto tenga una inmediata recompensa económica, en la mayoría de los casos, es
interpretado por las familias como un pretexto para rehuir los deberes del
hogar. Incluso algunas familias convierten la literatura en el refugio del
desertor. Por lo que a mí respecta procuro mantener un precario equilibrio
entre la familia y mi vocación literaria. Fue precisamente esta realidad la
que llevó a Pío Baroja a permanecer toda su vida soltero.
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El
silencio. Tengo la suerte de vivir en una calle silenciosa, pero a veces me
llegan los ecos de la caja boba que en el comedor hace la apología del último
cantante de moda, lo cual me obliga a cerrar la puerta, gesto que es
interpretado como un deseo de aislamiento.
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Me permito
cambiar ligeramente la pegunta y, en lugar de un autor, voy a señalar tres.
El primero, naturalmente, es Cervantes. Aunque mis primeros contactos con su
obra maestra, en la escuela de mi pueblo, fueron negativos, ahora es mi autor
preferido. Una de mis novelas más queridas, “La boda de Camacho”, tomó el
título de uno de los capítulos de la segunda parte de “El Quijote”. El
segundo es Voltaire. Creo que a él le debo gran parte de la ironía que dicen
hay en mis páginas. El tercero es Octave Mirbeau, un escritor muy poco
conocido en España. Aunque se trata de un escritor del siglo XIX –también
vivió unos pocos años del XX-, ocurre que coincido con él en un montón de
cosas: el amor a la naturaleza, animales y plantas, la mirada compasiva hacia
los débiles, marginados y niños, el pacifismo, el laicismo, el horror a la
guerra y a los internados de curas y frailes… Y, por si faltaba algo, a los
dos nos gustan los perros y las mujeres guapas.
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Papel. El
encanto que tiene el papel no lo puede tener la pantalla del ordenador ni el
lector digital. No obstante, como soy consciente de la época que vivimos, mis
dos últimos libros los he publicado en versión digital en la ya mencionada
editorial Transbooks.
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Soy
granadino, aunque haya vivido más tiempo fuera de Granada que en Granada. La
vida tiene esas ironías.
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Estoy
terminando una traducción: la novela “Sebastián Roch” del ya mencionado
Octave Mirbeau (1848-1917), que publicará el próximo otoño la editorial
Transbooks. Se trata de una novela –denuncia de la pedofilia en los colegios
de frailes y curas y, aunque el libro se publicó en 1890, creo que aún no ha
perdido actualidad.
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Me voy a
tomar la libertad de recomendar tres libros. Para quien tenga lector digital,
recomiendo la lectura del libro “Cabos sueltos” de Alberto Granados,
recientemente publicado por Transbooks. Para quien prefiera el papel,
recomiendo “Noches en Bib-Rambla” de Carolina Molina y, para quien no lo haya
leído antes, recomiendo “La lluvia amarilla” de Julio Llamazares.
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Mi concepto
de novela histórica es muy amplio y no implica la necesidad de que en sus
páginas tengan que aparecer reyes, generales, dictadores y putas de palacio;
me basta con que la novela en cuestión narre cualquier aspecto de la realidad
histórica y social de la humanidad, para que yo la eleve a la categoría de
histórica. La trilogía de Baroja “La lucha por la vida” o la ya mencionada
“Sebastián Roch”, entran dentro de lo que yo considero novela histórica. Pero
hay, en esta amplitud de la novela histórica, un subgrupo que me interesa particularmente:
el que yo llamo novela-denuncia. Algunos ejemplos: la mencionada novela de
Carolina Molina “Noches de Bib-Rambla” no sólo cuenta las atrocidades
cometidas contra el patrimonio artístico de Granada en los finales del siglo
XIX, sino que además las denuncia; algo parecido podríamos decir en el caso
de “Sebastián Roch” respecto a los colegios de curas en la Francia de
Napoleón III, o, si recordamos la trilogía de Baroja, de la lamentable
situación social de las clases trabajadoras en la España de comienzos del
siglo XX. Creo que todas mis novelas entran dentro de la categoría de
novelas-denuncia. El caso más llamativo es “La Boda de Camacho”, sobre la
violencia de hogar. Ahora se contabilizan las mujeres asesinadas cada año,
durante la dictadura todas entraban en la categoría “caída por las
escaleras”.
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Siempre se
deja uno algo en el tintero. Es inevitable. Pero hay un aspecto de mi vida y
mi obra que me gustaría destacar: mis paseos por las riberas del Sena, unas
veces acompañado de mi perra “Chica” y otras, solo. Estas vagancias fluviales
han dado dos libros: “Mis paseos con Chica”, publicado por la editorial
Alhulia, y “Orillas del Sena”, aún inédito.
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No existe ningún libro que no me haya atrevido a leer, pero sí
existen muchos que, una vez comenzados, los he tenido que abandonar. No
quiero dar nombres. También existen otros que, debido al acicate de que están
en el famoso “Índice” de la Iglesia,
en mi época joven me he apresurado a leer. Recuerdo cuando apareció en la
prensa que “San Manuel Bueno y mártir” de Unamuno había pasado al “Índice” me
apresuré a comprarlo antes de que lo retiran de las librerías. Ahora no tengo
necesidad de estos acicates para releer –o traducir- a Voltaire o Mirbeau.
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Hay un escritor español actual,
cuya obra más conocida, me produjo, hace unos veinte años, una impresión tan
agradable y perenne, que todavía no la ha olvidado. Me refiero a “La lluvia
amarilla” de Julio Llamazares. Una auténtica filigrana literaria. No lo conozco,
jamás he escrito una línea sobre él, sin embargo, a la hora de recomendar un
libro de lectura, siempre comienzo por el suyo.
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